La quiebra de la ciudad es el resultado de décadas de mala planeación financiera, dice Doron Levin; funcionarios titubearon y encubrieron, en lugar de implementar políticas para bajar los pasivos.
La declaración de bancarrota realizada la tarde del 18 de julio por la ciudad de Detroit no es solo una implosión financiera masiva. Tampoco se trata simplemente de un momento histórico: el mayor colapso municipal en la historia de Estados Unidos. Es una derrota total.
La quiebra de Detroit es un fracaso profundo para un lugar donde alguna vez latió el corazón de ese país, donde el motor económico del Siglo Americano rugía lleno de vida, donde se agitó un estandarte de fortalecimiento afroamericano, donde la clase media llegó a conocerse a sí misma y donde nacieron los aspectos atemporales del sueño americano.
Nadie debería estar sorprendido de que Kevyn Orr, director financiero de emergencia de Detroit, quien es el encargado de gestionar la quiebra, finalmente tomara la decisión de solicitar al Tribunal Federal la protección de los acreedores bajo el capítulo 9. Este desenlace ha estado en desarrollo por lo menos dos años y, bajo algunas otras mediciones, mucho más que eso. Este es el fondo que muchos de nosotros hemos estado esperando tristemente.
Como los exejecutivos de General Motors (GM) pueden atestiguar, incluso la mayor automotriz del mundo no puede endeudarse eternamente contra el vacilante rendimiento y esperar que los acreedores sigan aprovisionando dinero -cuando cada indicador financiero muestra que el reembolso es imposible. GM fue sorprendido con demasiada deuda a finales de 2008, cuando los mercados de crédito se fueron abajo. Los prestamistas se negaron a refinanciar la deuda de la automotriz.
Detroit, por su parte, tropezó con un período de décadas de insolvencia irreversible debido a que sus funcionarios electos titubearon, encubrieron y discutieron, en lugar de implementar duras medidas para cerrar las brechas fiscales. De hecho, los pasivos financieros de la ciudad fueron creados por las mismas personas que deberían haberlos resuelto: un Gobierno tras otro prometió salarios, garantías de empleo y pensiones a los trabajadores de la ciudad, los cuales eran simplemente insostenibles.
¿Por qué los funcionarios electos hicieron esas promesas? Probablemente porque nunca temieron tener que rendir cuentas. Muchos de ellos, muertos o jubilados, habrán tenido razón.
Y nadie en el Gobierno fue capaz de revertir el deterioro de los servicios públicos, como la policía y protección contra incendios, las emergencias médicas, el transporte, y el alumbrado público. Desde la década de 1980, algunos cientos de miles de residentes tiraron la toalla y se alejaron, dejando a los 700,000 restantes soportando la carga. Ahora bien, aquellos que se quedaron no obtuvieron los servicios básicos de la ciudad que merecían, la protección policiaca y contra incendios que merecían o la atención médica de emergencia que merecían.
La criminalidad del exalcalde Kwame Kilpatrick y la expresidenta del consejo Monica Conyers y de otros, aunque lamentable, en realidad no puede ser culpada como un factor clave en la quiebra de la ciudad.
El actual alcalde, Dave Bing, trabajó fuertemente -debemos reconocer- para recortar presupuestos y razonar con los sindicatos de empleados públicos, solo para ver sus esfuerzos socavados por un ayuntamiento que parecía no comprender o conmoverse por los horribles estados financieros de los que era parte. Únicamente un ejemplo: un acuerdo para liberar la ciudad de los gastos de mantener Belle Isle -una joya en el medio del río Detroit- fue echado abajo por el consejo que de algún modo vio su transformación en un parque estatal como un insulto, una mancha en el orgullo de la ciudad.
El gobernador Rick Snyder luchó heroicamente durante dos años para romper el punto muerto, aprobando préstamos de emergencia, reclutando a un Consejo de Estabilidad Financiera y, finalmente, nombrando a un administrador de emergencias cuando se hizo obvio que los funcionarios electos de Detroit no estaban dispuestos ni eran capaces de actuar. Sin importar las acusaciones de sus adversarios políticos, la autoridad y la obligación legal del gobernador eran claras.
Llegué a Detroit como un joven reportero en 1984, cuando Coleman Young era alcalde. En aquellos días, los proyectos de obras públicas, como Cobo Hall y el People Mover eran vistas como salvadores económicos de una ciudad cuyos habitantes blancos se habían marchado en gran medida hacia los suburbios. Pero las señales de que sus programas no eran suficientes eran evidentes incluso entonces: pavimento destrozado, postes de luz rotos, basura sin recoger, vecindarios deteriorados.
La lucha de GM, Ford y Chrysler por reinventarse a sí mismos ante la competencia de la industria automotriz japonesa inevitablemente tuvo repercusiones en la ciudad. Algunas plantas cerraron. Los trabajadores ya no podían encontrar trabajo. El sindicato United Auto Workers y otros sindicatos, tradicionalmente los distribuidores de mayores salarios y beneficios más ricos, se marchitaron.
Detroit está abajo, no afuera. El distrito de negocios en el centro ha renacido. Los jóvenes están llenando los apartamentos del centro. GM, Ford y Chrysler están esforzándose por remontar. Pioneros urbanos en los vecindarios de la ciudad están derribando casas abandonadas, podando lotes baldíos y plantando árboles.
Quizás lo más importante es que la bancarrota forzará a una ciudad -alguna vez grande- a hacer frente a las obligaciones y a la morosidad descuidadas durante mucho tiempo. Detroit tiene que revisar sus finanzas, dar vuelta a la hoja, demostrar a los prestamistas que es responsable y digna de crédito.
Si Detroit puede hacer esto, ¿quién puede asegurar que la grandeza no estará en su futuro de nuevo?